El intestino delgado tiene tres partes: el duodeno, el yeyuno y el ileon. Estos dos últimos son las denominadas asas intestinales, dónde los alimentos que ingerimos son absorbidos, tras haberse mezclado con los jugos gástricos, con los jugos intestinales, con la bilis y con las enzimas. Las asas intestinales están muy bien irrigadas para que los nutrientes pasen al torrente sanguíneo y la sangre los transporte al hígado. A diferencia del intestino grueso, en condiciones fisiológicas normales, el intestino delgado no tiene (y no debe tener) abundancia de bacterias. Cuando existe un sobrecrecimiento bacteriano en el intestino delgado es patológico: el denominado SIBO (del inglés: Small Intestinal Bacterial Overgrowth).
Factores de riesgo del SIBO
El SIBO puede iniciarse tras una cirugía abdominal que provoque el enlentecimiento del peristaltismo intestinal o adherencias. El enlentecimiento del peristaltismo intestinal hace que se estanque el bolo alimenticio, y este se convierte en el caldo de cultivo ideal para el sobrecrecimiento de bacterias. Esta circunstancia patológica provoca que se interrumpa la absorción mínima necesaria de nutrientes, de vitaminas y de minerales esenciales.
El SIBO también puede desarrollarse en otras patologías, entre otras, la celiaquía, la colitis ulcerosa, la diabetes, la diverticulitis, la enfermedad de Crohn o la esclerodermia.
Síntomas y consecuencias
La malnutrición es la complicación y consecuencia de peor pronóstico del SIBO. Es debida a la interferencia en la digestión de los alimentos y la absorción de nutrientes, ya que, para su propio crecimiento, las bacterias, compiten por los nutrientes y por la vitamina B12.
Asimismo, el exceso de bacterias crea un caldo de cultivo inflamatorio y oxidativo que altera la mucosa digestiva con consecuencias nefastas: menor absorción de glúcidos, de proteínas, de vitaminas liposolubes (A, D, E y K) y del complejo vitamínico B, pero, además, inactivan a las sales biliares por lo que no se emulsionan las grasas, que son eliminadas en las heces.
Por todo ello, a corto plazo, los síntomas son: diarrea, flatulencia (gases), pérdida de peso, cansancio, debilidad, hormigueos, falta de concentración, nube mental y malestar. Y, si no es tratado convenientemente, a largo plazo y sobre todo en mujeres, desencadena osteoporosis y sarcopenia.
Diagnóstico y tratamiento del SIBO
Si existe distensión y dolor abdominal, con diarrea persistente, se ha de acudir al facultativo y a los especialistas para un estudio general que identifique las causas y, rápidamente, se establezca un diagnóstico y un tratamiento.
Tras realizar la historia clínica y haber precisado los factores de riesgo, puede ser necesario realizar una gastroscopia, si bien, en la actualidad lo más habitual es realizar el simple ‘test del aliento’ para determinar la cantidad de hidrógeno y de metano, que son los gases que producen las bacterias durante la fermentación de los alimentos.
Asimismo, además del recomendable ayuno nocturno de 12 horas, se ha de reeducar la alimentación con una dieta baja en FODMAP [oligosacáridos (O), disacáridos (D), monosacáridos (M), y polioles (P) fermentables (F)]. Es decir, evitar la fruta, los productos lácteos y las legumbres, la misma dieta que se aconseja en el intestino irritable. Se deben limitar los alimentos que el intestino delgado tiene dificultad en absorber y que, en el SIBO, por el aumento de bacterias, elevaría su fermentación produciendo más gases. Se ha de seguir una dieta personalizada, añadiendo probióticos y suplementos de minerales y de vitaminas de acuerdo a los análisis clínicos.
Siempre se han de seguir las recomendaciones de los facultativos ya que la presencia de flatulencias, distensión, dolor abdominal, diarrea o estreñimiento no significa que se padezca SIBO. Pueden ser debido a otras causas que hay que conocer y tratar de forma adecuada.